Historia de un cuaderno

Carlos Hortelano
4 min readMar 22, 2022

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Para E.

El sábado me compré un cuaderno. Uno que, esta vez sí, llenaré de letras cobalto tal y como prometí hacerlo con los últimos diez o quince últimos que he comprado. A veces sueño con que Greenpeace me lleva a juicio y presenta como pruebas de cargo esas libretas vírgenes que tengo arrumbadas en las estanterías y por las que dieron su vida varias hectáreas del Amazonas.

Compré un cuaderno, decía, y este parecía perfecto, parecía el cuaderno. Blanco, pequeño y ligero: como un bichón maltés. Muy distinto de esas libretas sofisticadas de discutida pronunciación y precio indiscutido y que atemoriza estrenar por si se empañan con un tachón. Demasiadas hojas las de mi nuevo cuaderno, quizá, pero estas nunca sobran si hay algo bueno que contar. Y me puse a escribir, porque algo había que escribir, y la experiencia con la primera página fue prometedora. Las palabras fluían con fruición y garbo y por momentos parecían adelantarse a mi pensamiento. Primera página terminada. Pasamos a página par. Empiezo a notar una incomodidad. No es una resistencia mental ni que el reguerillo de mi imaginación se haya agostado tan pronto como la meada de un niño. Se trata más bien de un obstáculo externo, tangible, que frena progresivamente a mi mano derecha conforme avanzo en el renglón, haciendo que mis letras se vuelvan torpes y escolióticas, apenas unos garabatos informes. En una libreta a empezar, más si es de un grosor considerable, las páginas que quedan a la derecha se encastillan y hacen fuertes en el lomo encolado. Lección aprendida: no compres cuadernos gruesos. Si hay mucho que contar, ya lo harás en varias libretas. Y, sobre todo, evita el lomo encolado, no así el embuchado.

Hoy he esquivado la huelga de transportistas y recibido cuatro cuadernos. Ligeros, tapas resistentes, aptos para guardar en el bolsillo de una chaqueta y dárselas de flâneur. Ochenta páginas cada uno, tamaño A5, de un gramaje suficiente para que la tinta corra sin empozarse, y con un lomo pespunteado en hilo blanco que otorga a la libreta gran libertad de movimientos. Tres minutos en Google me bastan para aprender que esta técnica se llama Singer, como la máquina de coser que tuvo mi abuela y luego mi madre. Con el cuaderno pespunteado la escritura se vuelve de nuevo ágil y las ideas se espejan en las palabras.

En El cuento de nunca acabar, Carmen Martín Gaite, gran coleccionista de ubérrimas libretas que dieron lugar, a la sazón, al libro precitado, relata que su hija de cinco años se presentó en casa ufana con un regalo de cumpleaños para su madre: una tosca libreta de anillas a la que la niña había puesto ya título con su caligrafía pueril: Cuaderno de todo. Imagínese la presión que debió de sentir la salmantina sobre sus hombros teniendo que plasmar tan inabarcable noción en tan ordinario objeto. Como curiosidad, ese sintagma nacido del ingenio infantil dio posteriomente nombre a un libro de Martín Gaite que está descatalogado y que cualquiera que así lo desee puede regalarme por poco más de setenta euros.

No pretendo que mi cuaderno rojo pespunteado aspire a la totalidad. Ahora mismo mi ánimo no lo permite y, caso de que lo hiciera, carezco del talento para llevar adelante tan ingente tarea. Lo he titulado, sí, porque quiero circunscribirlo a un momento vital concreto, y es así que he parido el cuaderno del fantasma, que estos días ha vuelto para recordarme que no hay que bajar la guardia y que el entrenamiento que se abandona es trabajo perdido. No busco prodigios en el hecho de escribir, sé que una hoja en blanco no me espera solícita a que resuelva aquello que me angustia. Tampoco pretendo que una libreta me ayude a conocerme más, si acaso lo contrario: Ricardo Dudda escribió sobre ello hace unos días. Simplemente aspiro a entender mejor aquello que ya conozco de mí y ver cómo lidiar con ello; también a desmontar ideas y prácticas esclerotizadas que llevo demasiado tiempo asumiendo como inevitables, excusadas con el odioso «yo es que soy así».

Y pese a negar el poder taumatúrgico de la escritura, sé que sirve para algo. Cuando escribo hago fedataria de mi realidad a la página y olvido lo desagradable de ella durante un tiempo, porque escribir también es abstraerse. Cuando escribo ordeno ideas al modo que el estudiante hace esquemas de su temario, sintetizo y capto con mayor facilidad las relaciones entre causas y consecuencias. Cuando escribo dibujo una secuencia ordenada y mínimamente coherente que el marasmo de mi cabeza no puede ahora mismo ofrecer. Cuando escribo me ayudo, en definitiva, a bajar a los ojos la realidad, feliz expresión que la hija de Martín Gaite y Sánchez Ferlosio utilizaba como sinónimo de comprender. No es la panacea, simplemente una herramienta más que aderezo con mis amigos, familia, los libros de Acantilado, Bob Dylan y Van Morrison.

El cuaderno rojo ocupa ahora mismo la esquina de mi escritorio. Le echo un ojo receloso y me devuelve la mirada retándome, esta vez sí, a tachonarlo de cobalto.

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