Un horizonte diáfano
Consolei-me voltando ao sol e à chuva,
E sentando-me outra vez à porta de casa.
Os campos, afinal, não são tão verdes para os que são amados
Como para os que o não são.
Sentir é estar distraído.
Alberto Caeiro / Fernando Pessoa
«Distráete»: la mayor afrenta que se puede dirigir a quien se halla apesadumbrado. En el distráete hay veleidad, capricho, liviandad, un lo mismo me vale un crucigrama que una serie que ir errático de conversación en conversación — ¿La vida? Como siempre, sin novedad, ahí vamos, sonrisa aparente y a salir del paso, total, no te voy a ver hasta la cena de Navidad — para abstraerme de la aflicción. En el distráete hay una concepción autómata del humano, unos interruptores que se cierran para abrir otros, una corriente eléctrica que abandona un camino para inmergirse en otro. En el distráete hay, por tanto, una falta de conocimiento: no somos binarios, no funcionamos con interruptores, sino con válvulas y potenciómetros.
En el distraerse, cuando es otro el que lo aconseja como panacea frente a la tristeza, está la buena intención pero también la impotencia de no saber cómo cortar esa cinta negra de pena del sufriente, la frustración de no poder penetrar en esa realidad que va más allá de la palabra y que, de esta forma, deviene arcano inextricable. La incógnita de si soy yo que no quiero entender o es el otro que no quiere explicar. Cuando Oliver Sacks cayó enamorado de la lengua de signos de los sordos dejó escrito que este era capaz de instilar belleza, plasticidad y sutilidad superiores a la de cualquier otra forma de comunicación. Quizá tengamos que aprender lengua de signos para derribar ese muro que nos separa de la verdad íntima del otro. Tampoco estoy seguro de que esto sea bueno.
Fede tiene cuarenta y tantos, es argentino y acaba de cortar una relación de varios años con Ciro. Sin razón cognoscible ha pasado de la vida común en un confortable apartamento porteño a una covacha destartalada en medio del llano. Algún ominoso vecino, alguna tienda, malas hierbas, terrenos por labrar en los que ya nadie quiere labrar y la monotonía de un horizonte donde nada descolla, ningún hito que haga alzar la vista hacia una idea superior. Todo anclado, todo edáfico, sin posibilidad de escapatoria física (volver a los lugares conocidos es volver al trauma) ni mental (volver al trabajo intelectual es volver al trauma). Un coach diría a Fede que le toca reinventarse. Otros le dicen que le toca distraerse.
A medio camino entre un tratado de horticultura y un diario personal, la de Fede (Los llanos, Federico Falco) es, podría pensarse, otra historia más sobre el desamor. Y para qué necesitamos más si desde Catulo y más atrás las venimos oyendo y leyendo, se dirá. Aplicar este arrogante criterio -¡todo está dicho!- acarrea el riesgo, claro, de acabar con toda literatura futura. El progreso tecnológico y el cambio en las costumbres -qué está bien visto hoy, qué no lo estaba antes- conlleva también un cambio en la forma de sentir el amor y el desamor. Es verdad que las herramientas para evadirnos -¡distraernos!- son hoy incomparables en número respecto a las que ha habido en cualquier momento de nuestra historia, pero también que esas mismas herramientas pueden convertirse en nuestra condena y vernos, inadvertidos, como el preso con su bola y su cadena.
Y no es ese el único peligro. Necesitamos dotar de sentido a nuestras vivencias: planteamiento, nudo, conflicto, resolución, desenlace. En el momento en el que uno de estos falta perdemos pie y reclamamos para nosotros, naturalísima reivindicación, la justicia que merecemos. Es, sin embargo, la serenidad que aporta el tiempo la que nos hace ver que, en la personalísima novela de cada uno, ni la coherencia ni la causalidad son garantías. La historia de Fede es la de este aprendizaje.