Todos los uno / P.

Carlos Hortelano
4 min readNov 14, 2021

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Aterrizo en Madrid tras pasar unos días con P. En el avión he venido leyendo La verdad y me detengo en uno de los luminosos ensayos que contiene, el que habla de esa mordaza en forma de contrato que Hélène Denvyck hizo firmar a Emmanuel Carrère a propósito de su Yoga. El documento estipula que el escritor debe informar y obtener el consentimiento de su ex cada vez que pretenda hacer de dominio público aquellos pasajes de su biografía -la de él- de la que ambos han sido copartícipes. Con la rúbrica del contrato Carrère consuma la renuncia a ese proselitismo factual gracias al cual conocí a Jean-Claude Romand o al juez Ètienne y convierte sus memorias en una multipropiedad. Y si parece evidente que una vida viene marcada por el encuentro decisivo con decenas de personas, resulta menos claro que esto pueda limitar el derecho a narrarla, más allá de lo que la conciencia o el secreto profesional dicten. Cuánto de lo que somos es nuestro y de cuánto son tributarios los demás. Cómo explicarnos nosotros sin aludir a ese amigo, esa pareja, ese jefe.

Como tantas amistades surgidas de las redes sociales, la mía con P. está condicionada por la distancia física. Vamos organizando visitas a nuestras ciudades o a la que nos pille bien a ambos -testigos de ello son N, N. y la catedral de la ciudad de N. y N.-, y entretanto nos encomendamos a Telegram para saber del otro. No es lo idóneo pero sí lo máximo a lo que podemos aspirar, el precio a pagar por la universalización del acceso a personas con intereses e inquietudes similares. Hace muchos años se me ocurrió recomendar en Twitter una serie, P. confió en mi acreditado criterio, se ve que la disfrutó y el resto es historia.

Durante estos días P. me lleva a conocer sus dominios. Montados en esas carreteras lindadas por imponentes árboles que tanto me gustan — quizá por infrecuentes en mi tierra — o por viviendas unifamiliares apostadas en fila india que hacen imposible la delimitación clara entre municipios; montados en esas carreteras, decía, vamos poniéndonos al día y entrando en detalles. Él elige una lista de Spotify con rock gallego de izquierdas — sospecho que teme que esté experimentando cierta deriva — y yo le pido Negra sombra, el poema de Rosalía en la voz de Luz Casal. Finalmente llegamos a un acuerdo de mínimos y cantamos a grito pelado por Roy Orbison. Desgañitarnos con I drove all night es uno de esos momentos que ratifican la superioridad de tener a tu amigo al lado respecto a una pantalla mediando. De rondón le pido que desbloquee su móvil y hago que Van Morrison comience a entonar Days like this, la canción que encaja como un guante en este momento. Quedo gratamente sorprendido porque se sabe fragmentos de la letra y también tiene a un viejo dentro. Dos amigos recorriendo kilómetros en la carretera: siento que hay ahí una metáfora y por facilona me resisto a parirla; se empieza así y se termina disponiendo de una página semanal para ti solito en el periódico de un Grande de España y diciendo que te gustan los tiempos de silencio.

La amistad que se timbre como tal precisa de respeto, reciprocidad, admiración y engrase periódico. Dice Natalia Ginzburg en Las pequeñas virtudes: «Las relaciones humanas deben descubrirse y reinventarse todos los días. Debemos recordar siempre que toda clase de encuentro es una acción humana y, por lo tanto, es siempre mal o bien, verdad o mentira, caridad o pecado». Las personas de las que uno elige rodearse al alcanzar la madurez, ya sin el condicionante del entorno, de lo que nos es dado, son aquellas de las que queremos aprender y cuyas más altas cualidades deseamos aprehender y aplicarnos, y es así que la amistad puede considerarse un mecanismo de supervivencia: nos acompañamos de los que creemos mejores porque buscamos ser mejores. De P. yo querría, por ejemplo, su actitud rabiosamente vitalista que compensase mi pesimismo irredento y un cierto síndrome del impostor. En la habilidad de P. para hacerlo todo más simple adivino los poderes propios de un taumaturgo. Y volvemos ahí, en ese fui, en ese soy, en ese quiero ser, al contrato leonino de Carrère y a esas biografías que quedan irremisiblemente incompletas si en ellas no hablamos de los que queremos que figuren en ellas.

PD: De la tierra de P. me llevo, como si de un to be continued se tratara, Cosas de Castelao. Él sale de la librería, claro, con Las pequeñas virtudes de la Ginzburg.

14 de noviembre, 2021

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