Los días perdidos

Carlos Hortelano
3 min readOct 6, 2020

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A todos, al nacer, nos otorgan una doble ciudadanía, la del reino de los sanos y la del reino de los enfermos. Y aunque preferimos usar el pasaporte bueno, tarde o temprano cada uno de nosotros se ve obligado a identificarse, al menos por un tiempo, como ciudadano de aquel otro lugar

Susan Sontag, La enfermedad y sus metáforas

A mi abuela M. la vi por última vez unos diez días antes de que fuéramos enclaustrados. Esta semana ya se han rebasado los siete meses. Para ella resultó una visita normal, el tan ansiado rato de esparcimiento y familiaridad en ese entorno extraño y lleno de personas de su quinta, entrañables unos pocos, gruñones otros pocos, desquiciados algunos, achacosos todos, de la residencia en la que se vio de un día para otro inmersa. En ese tiempo aún se hablaba de esa enfermedad china como un exotismo oriental al nivel de comer con palillos, cultivar la palidez en la piel o celebrar el año nuevo a destiempo, una rareza que por incuria y negligencia de los italianos -ay, Italia, país disfuncional, gobiernos de dos años, tanto que aprender de nosotros- había penetrado en el viejo continente. Bien es cierto que en los medios comenzaban a proliferar noticias levemente inquietantes: ciertas zonas de Haro habían declarado el toque de queda y algunos hospitales vascos empezaban a acusar cierta saturación. Pero bueno, era el norte. El norte está lejos. Despeñaperros no era sólo un desfiladero sino el checkpoint Charlie a prueba de intrusos humanos y víricos. Nosotros estábamos en otra cosa, y si para los lúcidos la cuestión nos resultaba lejana y conjurable vía apotropaico justaflu, era inane explicárselo a mi abuela, tanto por su previsible incomprensión como por los diez minutos escasos que retendría tan estrambótico estado de las cosas.

Hace ya muchos años que su cabeza rememora con sorprendente precisión a sus padres, los amigos de la infancia, su perro y el colegio en una bocacalle de la rambla de Santa Cruz de Tenerife. Sin embargo, hace malabares con el hoy pensando que sus hijos son sus hermanos y que mi abuelo aún vive. Le cuesta horrores saber qué ha comido hace unas horas o el argumento de la película que vio el día anterior en la sesión de cine de la residencia donde vive. Existe, por tanto, a caballo entre un pasado remoto y un presente fugaz, imposible de asir, y entre medias sus años de serenidad, lucidez y felicidad consciente, no son más que una sombra difusa.

A mi abuela C. sí la vi hace unos días, en su casa, pero ella no lo sabe. Años atrás su cerebro emprendió un proceso degenerativo irreversible que, al principio, sus familiares atribuimos a esos despistes que uno empieza a acusar con la edad. Lo que comenzó a manifestarse como un temor, machacón e injustificado, a que no hubiera suficiente comida para quienes íbamos a visitarla los domingos, se convirtió en cuestión de semanas en una pregunta: quién es este señor que me está mirando. Seguramente, el destinatario de esta cuestión fuera ya también un desconocido para ella, pero cierto sentido del recato y la educación aún conservados le impedían formular la pregunta en segunda persona. Vinieron luego los accesos de furia y, de repente, un silencio instalado de forma vitalicia. Tengo la sensación, quizá más pretendida que razonada, de que a veces sus sinapsis se ponen a trabajar en pensamientos incapaces de ser articulados, como esos televisores que en medio de las nubes de puntos esbozan durante décimas de segundo una imagen más o menos nítida.

Sus primeros años los pasaron en guerra y los últimos con el pasaporte de la salud en una gaveta con la llave echada. Y la llave, además, no sabemos dónde coño está.

Las echo de menos.

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