Encontrar al duende

Un intercambio epistolar (IV)

Carlos Hortelano
4 min readMar 28, 2021

Una respuesta a esta carta de Nacho.

R.:

Ocurre a veces que me obsesiono con un tema y empiezo a vivir para él. No hablo aquí de esos fantasmas arteros que se introducen en la mente y acaparando las sinopsis te dejan extenuado y melancólico, tal es su poder parásito. Hablo de obsesiones buenas.

Supón una noche en la que es pronto para echarte a dormir pero tarde para una película. Quieres hacer algo con ese tiempo que es tuyo y no del trabajo, con esos minutos que no entienden de plazos ni de la satisfacción del cliente. Con remordimiento echas un vistazo a esa pila de libros que ya amenaza con desequilibrarse. Como base de esa caótica colección, aplastado por los muchos intereses que te han venido después, hay un tratado acerca de -pongamos- la reproducción de las mariposas. Empiezas a escarbar en la memoria intentando recordar qué te llevó a comprar un libro sobre cuestión tan extraña a ti y eres incapaz de encontrar una explicación que te satisfaga. A lo mejor tenía una portada bonita. A lo mejor estaba tirado de precio en Iberlibro. A lo mejor deberías tener un poco de control y satisfacer tu espíritu veleidoso e impulsivo yéndote a la cocina a por chocolate, como hace la gente normal. O, si eres más benévolo, concedes que todo lo que tienes ahí sin leer puede definirte tanto como aquello que sí leíste. Y qué más da si no te va a dar la vida para ello. Están ahí, a mano, para cuando los necesites, mas no será esta noche: no estás para la reproducción de las mariposas.

Oliver Morris/Getty

El caso es que la balumba de libros está ahí y, dubitativo, coges uno al azar con cuidado de no abatir la torre. Piensas, mientras tanto, que para algo te ha servido la jenga que te regalaron. Escéptico, empiezas a leer eso que hace un rato ignorabas poseer, e inadvertidamente quedas atrapado. Como las sirenas de Ulises, las palabras invitan a nadar en aguas que en principio no parecen procelosas, pero quién sabe si en algún momento arreciará la tormenta. Un entusiasmo creciente te atrapa y de repente es tarde para aferrarte a un mástil: has caído en el ensalmo del duende. El duende es la obsesión buena. O mejor: la obsesión buena es el efecto sanador de encontrar al duende. El duende es hipnótico y te lleva por donde quiere, subiéndote, bajándote, acelerándote y pausándote. El poder del duende es tal que crea una experiencia personalísima, un diálogo íntimo y descarnado entre quien pone las palabras y quien las lee. El duende atrapa al que posee su genio y, por persona interpuesta, a quien admira su obra, formando un hilo de asombro que sorprende y asusta en una época de molicie, de esa pérdida de espontaneidad a la que te refieres. Dice Lorca, qué te voy a contar que no sepas: «el duende […] no es cuestión de facultad, sino de verdadero estilo vivo; es decir, de sangre; es decir, de viejísima cultura, de creación en acto». El artista y la obra como uno, la segunda como expresión sincera e inevitable del primero. Contaba Leonard Cohen, askenazí errante, cíngaro asimilado y fidelísimo seguidor del vate granadino, refiriéndose a ciertas críticas negativas que recibió la voz — su voz — en el disco Songs of love and hate: «se ha criticado mucho esa voz por ser deprimente, ¡pero es que estaba deprimido!». Y si la creación es en el acto, sin mediar tamiz, la obra se hace retrato. Y si queremos verdad y espontaneidad tendremos que asumirla con todas su crudeza. Recuerdo ahora que Natalia Ginzburg trataba algo similar en su ensayo Mi oficio, que he vuelto a leer para esta misiva: «uno no puede esperar conservar intacta y fresca su querida felicidad […], no puede subsistir en uno ninguna felicidad y ninguna infelicidad que no esté estrechamente ligada a es página […], y si no le ocurre eso, entonces es señal de que su página no vale nada». En la transcripción de la palabra sincera hay un ejercicio catártico que, como en el dicho popular, los males espanta. Y supongo que por eso escribimos diarios y por eso esta correspondencia. En su retiro de Hydra Cohen escribía febril, demoníaco, bajo los efectos de las anfetaminas que no combinaban muy bien con frecuentes episodios de depresión, si bien podían casar perfectamente: vida y muerte hablándose. En su Montreal natal, al tiempo que se adentraba en la obra de Lorca, Cohen encontró por casualidad a un gitano español de diecinueve años al que pidió no se sabe en qué idioma que le enseñara a tocar la guitarra -española, claro-. Tras unas pocas clases, cuando el pupilo empezaba a reproducir con cierta técnica una escala de acordes, se enteró de que su maestro se había quitado la vida.

Pienso en tus compañeras de ambulatorio y asumo en ellas esa alegría de vivir inherente al duende, que no rivaliza con el trauma porque sabe, sin saberlo, que Eros y Tánatos conviven en tensión permanente, y que hay que estar cerca de la segunda, viviendo al filo, para que la verdad refulja. Un ambulatorio, además, es lugar propicio para tener esto presente. Otra vez Lorca: «un muerto en España está más vivo como muerto que en ningún sitio del mundo: hiere su perfil como el filo de una navaja barbera. El chiste sobre la muerte y su contemplación silenciosa son familiares a los españoles».

Sincerely, a friend.

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