Despedida
Oriana Fallaci empezó a escribir mientras los amasijos estaban aún candentes y el polvo en suspensión.
¿Cuál es el sentido de un final? No busco aquí una explicación técnica, me sobra ahora mismo. ¿Cuál es el provecho que podemos sacar del momento en que lo que era deja de ser? Supongo que hacer de nuestra experiencia una sucesión o una superposición de permanencias constriñe y esclaviza. No son buenas tantas ataduras, cómo cuesta liberarnos de ellas y cuántas veces lo hacemos: soltar amarras es una experiencia central en la vida.
¿Cuál es el sentido de un final agónico? La agonía agota y entrena, y no se entiende una sin la otra. De la espera angustiosa se forma el callo que nos permite afrontar la última fase del final. Pero la agonía juega, e infunde esperanzas contra todo sentido de la realidad. Cada día tachado del calendario es algo más de combustible para una llama de confianza que, si bien raquítica, sigue irradiando algo de calor. Por el contrario, si se extingue uno ya sólo quiere que todo acabe cuanto antes y sin dolor.
Lo que Oriana Fallaci empezó a escribir cuando los amasijos estaban aún candentes y el polvo en suspensión dio lugar, meses después, al libro La rabia y el orgullo. En sus palabras, su rabia era «fría, lúcida y racional». Era una rabia con unos destinatarios claros, personas e ideas que habían sido inoculadas en ellos como la gota malaya. La mía, ahora mismo, no cumple con ninguno de estas cualidades. No es fría pues no ha pasado el tiempo suficiente. No es lúcida, ya que ahora mismo me cuesta poner en orden mis atropellados pensamientos y a duras penas consigo transcribir este batiburrillo de ideas inconexas con coherencia. Y no es racional porque ando buscando una justificación a lo ocurrido en estas últimas semanas, como si los finales — iluso yo — necesitasen de causalidad. Me siento ahora mismo como el jinete de Haidt, intentando dar al elefante una coartada que otorgue algo de certidumbre. Quiero construir una historia donde la aleatoriedad no tenga cabida, a sabiendas de que lo que yo pretendo es una entelequia. Tampoco tiene mi rabia un enemigo en el que descargarla.
Luego viene la culpa. La culpa es un sentimiento deletéreo cuando no somos parte del problema ni de la solución. Pero, de todos modos, se presenta como un parásito que trata de infundirte una falta de la que te crees ajeno. Aparece el pensamiento intruso, empiezas a cavilarlo y ya no te ves tan ajeno. ¿Cómo me despedí de ti la última vez que te tuve cerca? No lo recuerdo, y me fustigo construyendo distintos escenarios en los que mi actitud es muy distinta a la que habría tenido de saber que no habría próxima vez. ¿Podría haberlo hecho mejor? Son pensamientos injustos para uno mismo, inútiles y, ay, irresistibles, futilidades que nos consumen y a las que nos entregamos con morboso deleite.
No entraba en mis planes que estas líneas fueran oscuras. Se han ido complicando a medida que el contador de palabras aumenta, y de alguna manera quiero cambiar el rumbo y darle a este texto un matiz distinto y convertirlo en una celebración. Porque también siento mucho orgullo. Orgullo de tu alegría perenne, de tu capacidad para sobreponerte a las dificultades, de ir siempre por el lado soleado de la calle. De que tu mala salud de hierro no te quitase nunca las ganas de vivir, por ti y por quienes te querían. En tus últimos días seguiste fiel a esa filosofía: nos contaban las enfermeras que durante el aislamiento que el covid te impuso seguías cantando la música que te ponían en la radio. Yo, que me vengo abajo y abato con la más nimia de las adversidades, quiero aprender de tu ejemplo y rememorarte con la actitud que tenías en la última videollamada que hicimos. Cuántas veces he protestado este año por mi situación, a sabiendas de que soy un privilegiado. Formas parte de una generación que empezó a balbucir y jugar cuando los adultos se declaraban la guerra, una generación que ha pasado sus últimos meses en una soledad impuesta, incapaz en muchos casos de comprender qué estaba pasando allí fuera; de qué coño me quejo yo.
Y con la nostalgia que evoca la emoción me estoy acordando de muchas cosas. De alguna mañana en las que yo andaba enfermo, me dispensaban de ir a clase y me quedaba acompañándote en casa, siempre un cassette de Los Sabandeños acompañando; te conmovía escucharlos y conseguían llevarte a tu Santa Cruz de Tenerife, a La Rambla, al colegio de la Pureza. También tenías una cinta de María Dolores Pradera. Más cosas que recuerdo: comer en casa y que, tras cebarme cual cochino, todavía preguntases si me apetecía un plátano. Las abuelas tenéis patente de corso para ponernos como un lomo embuchado. De los churros los domingos por la mañana. Y la cantidad de Sálvames que nos hemos tragado juntos y de la primera vez que te escuché una palabrota («esa mujer es un poco p***», dijiste). Yo me quedé desconcertado antes las cuatro letras y tú transida durante una hora, haciéndote cruces por la falta cometida. Nunca había salido de tus labios una cosa así, adujiste. Es verdad que antes hablabais mejor: no se dice andó, se dice anduve. Y cuántas veces tuve que arreglarte la tele porque le habías dado a un botón que no era y ya sólo veías una pantalla en negro. Son sólo minucias, pero para mí representan hoy momentos importantes. Tengo aquí cerca la novela de Jorge Javier que te regalé. Dedicada por el autor, ojo. Días después me dijiste, casi disculpándote, que la habías dejado porque era muy «subidita de tono». Me pongo a hojearla: bah, no era para tanto, menos remilgos.
Adiós, abuela. A ver quién me hace potaje canario ahora.