Cuestión de tiempo

Un intercambio epistolar (II)

Carlos Hortelano
4 min readFeb 28, 2021

Una respuesta a esta carta.

Querida consonante:

Vamos a hacer una cosa: cojo un libro, lo abro por una página cualquiera, señalo una palabra al azar y que sea su inicial la que me dé nombre. Dame un minuto, que voy a por él, y mientras te voy contando otra cosa.

A mí también me empezó a seguir Miriam, para dejar de hacerlo unos días después (sospecho que dije algo sobre Sálvame que la desconcertó, y no la culpo por ello). Empecé en serio a leer los diarios de su marido después de que R.D. me hablara de ellos con entusiasmo. Fue el día en que vino junto a J.P., coterráneo tuyo, a presentar ambos sus libros. Tras el encuentro cultureta, entre croquetas de puchero y ensaladilla, R. soltó su sugerencia y yo la cogí al vuelo. Me doy cuenta de que agradezco las recomendaciones más que cualquier objeto. Con esas películas, esos libros y esas canciones que tienen a bien proponerme voy rellenando los muchos espacios en blanco de los que adolezco.

Abril. Me hace gracia que esta, precisamente esta, haya sido la palabra agraciada. Seré, por tanto, A. Segunda palabra de la séptima línea de la página 136 del Diario de Sintra, mi lectura durante estos días. Mediados los años treinta, los literatos Stephen Spender, Christopher Isherwood y W. H. Auden se instalaron durante unos meses en la villa portuguesa y a tres manos escribieron un sencillo diario: que se desengañe quien espere en sus páginas detalles morbosos de esos que hoy incendiarían las redes. En sus páginas la escritura corre ágil y límpida como agua en el caño de una fuente, bosquejando una existencia entregada al placer sencillo que no les era propicio en su Inglaterra natal. Se atisba una libertad que, sin embargo, parece constreñida por ciertos fantasmas que quedan sin exorcizar. A veces el tedio también se presenta: «no parece que en los últimos días haya ocurrido nada, así que ha llegado el momento de hablar del servicio». Se agradece la sinceridad: no es necesario estar haciendo historia a cada momento.

But all the clocks in the city
Began to whirr and chime:
‘O let not Time deceive you,
You cannot conquer Time.

No puedes conquistar el tiempo, escribe Auden. El tiempo avasalla, el tiempo aplasta. El tiempo ocupado en rutina, sólo en rutina, explota, bien dices. El reloj que antes me acompañaba a todos lados se ha convertido ahora en un accesorio ocasional. Nunca ha hecho menos falta, pero tampoco más: quién sabe si un día encontrarás a un policía avieso recriminándote que no estés en casa desde hace cinco minutos. Me asusta estar perdiendo el tiempo. Todo se limita a mirar hacia atrás ante la neblina que se cierne sobre el futuro: la mirada retrospectiva idealiza, tal es el poder de la nostalgia, el recuerdo reescribe. Me acuerdo de deambular por Sintra hace tres años. De ver y escuchar a Van Morrison en un hipódromo de Cascais. De cómo, a la salida del concierto, conseguí decirle a un conductor francófono de Uber dónde tenía que recogernos. ¿Cuánto llevaba yo sin hablar en francés? Diez años, fácilmente. En este caso el tiempo no fue óbice para que consiguiera rescatar una palabra que, de haberme visto en otra, no hubiera conseguido recuperar. Arramblada en alguna esquina de mi cerebro salió sin más complicación. Coin. En la esquina de tal con tal. La palabra precisa en el momento adecuado, justo lo contrario de lo que hizo Pablo el pasado jueves. Qué disgusto me llevé, niño, no sabía qué hacer con la tensión acumulada. Estoy entrenando con una aplicación para memorizar palabras, ya te contaré. De algún lado habrá que sacar el dinero para montar la librería. Y así, vuelve a la memoria ese rato en la librería Bertrand de Lisboa, la más antigua del mundo que sigue en activo. El pasado, ya lo ves, convertido en valor por sí mismo, sin otro mérito que el de haber sido.

Y el tiempo corre y el tiempo me modela. Me enerva ver una cama sin hacer, busco muebles por internet, tengo la tarjeta platino de Todocolección (creo, por cierto, que un vendedor me ha timado), me preocupa el estado caquéctico de una planta de cuyo nombre no me acuerdo (pásame, por favor, algún remedio) y voy apagando las luces que otros dejan encendidas. Algún día he llevado calcetines negros en vez de mis sempiternos coloridos, y he descubierto que los calzoncillos de tela son los mejores. Mi carnet joven tiene grabada a fuego la cifra 26, y fue esa la excusa que la taquillera de la estación de autobús me espetó para no rebajarme el precio del billete mientras su gesto torvo levemente ocultaba una risa sardónica. Desde ese momento supe que la partida estaba perdida: siempre me he hecho pequeñito ante la burocracia, también la de la línea de autobuses. «Pero si ahora el carnet joven vale hasta los 30 años», rebatí inútilmente, medio tartamudeando, medio lloroso, patético en todo caso, como el reo que en el corredor de la muerte airea su último deseo. Que me hiciese la versión nueva y volviera a por mi rebaja. Ni que decir tiene que sigo con el modelo antiguo.

Estoy empezando, yo también, a divagar. Me despido de ti hasta la próxima ocasión, con la certeza de que hoy el domingo no es tan amenazante -el tiempo, joder, otra vez- .

A.

p.d.: ¿sabes de algún profesor de francés?

Esta foto no es de hoy, pero me gusta y el Médium es mío

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