Confesiones al paso

Un intercambio epistolar (III)

Carlos Hortelano
3 min readMar 14, 2021

R.,

Hoy quiero confesar. Es demasiado tiempo aparentando lo que no soy por el miedo al rechazo, pero también es demasiado tiempo yéndome a la cama con una opresión en el pecho que a duras penas me permite conciliar el sueño. Acabemos con esta farsa. Me resulta más fácil ponértelo por escrito, ya que así me ahorro el trance de presenciar tu reacción, a buen seguro de decepción. ¿Estás sentado? Siéntate, por favor. Quizá te convenga tener un ansiolítico a mano. Cada palabra de más en este párrafo es un intento vano de postergar lo inaplazable.

El caso es, bueno, que nunca se me ha dado bien el deporte. Aprendí a nadar tarde y nunca conseguí llevarme el pañuelito, y no digamos pillar al que se lo llevaba. Mi madre me apuntó a kárate y, si la memoria no me falla, duré dos clases. En mi haber, eso sí, está ser de los pioneros de la clase en desprenderse de los ruedines de la bici y cierto estilo en el fútbol, que definiría tosco pero efectivo. Italiano, podríamos llamarlo. Si al principio no tenía pierna buena, poco a poco fui consolidando una meteórica progresión que me llevó de ser el único que quedaba por elegir cuando se formaban los equipos a que mi nombre sonara en antepenúltimo lugar. Mi gran momento fue cuando metí cinco goles (cinco) en el partidillo del recreo. Se dio esto poco después de que el madridista Morientes anotase el mismo número de tantos en un partido contra Las Palmas, y claro, con un antecedente tan cercano las comparaciones se hicieron inevitables, amén de justas.

No parecía esto, sin embargo, suficiente. Repetidas fueron las ocasiones en las que me apunté a las pruebas del equipo del colegio, sin pasar la criba en ninguna de ellas. Año tras año me decía que había mejorado, que la evolución era patente, pero para el entrenador esta evolución era más bien esclerótica. Yo sabía de antemano que mi destino era el de los descartados, mas eso no me impedía conservar una esperanza que trocaba luego en decepción.

Ya de adolescente, y supongo que por alguna intoxicación masiva que dejó la alineación diezmada, conseguí participar en un torneo entre clases, en el que participábamos chavales de catorce a dieciocho años. Actué como defensa central, una posición que agradecía porque permitía no alardear de la técnica que a mí me faltaba. Mi juego era expeditivo: cortar lo que pudiera, pegarme a los atacantes y, en cuanto me viniera el balón, soltarlo rápido antes de que me lo quitasen. Y, ante todo, no intentar regatear. En mi debut en partido oficial recuerdo que como zaguero no lo hice mal y que mis compañeros de equipo se negaron en bloque a que tirara un penalti.

Luego estaban las clases de Educación Física, de infausto recuerdo, y su pérfida triada para avergonzar a los que ya de por sí éramos vergonzosos: los malabares, el diábolo y la coreografía. Con respecto a los dos primeros podemos decir que mis brazos se coordinan menos que las comunidades autónomas y el Gobierno central durante una pandemia como no la hemos visto en un siglo, y de la última, que mi propuesta de un baile tecnocancán para acompañar al So long, Marianne de Leonard Cohen fue acogida con discreto entusiasmo por parte de la concurrencia. Ahí empezaron mis reticencias hacia la democracia asamblearia.

He tratado de resumirte en estas pocas líneas mi tensa relación con el deporte, que se extiende hasta hoy. Habiendo constatado que el gimnasio no es lo mío, intento escapar del remordimiento caminando. Tengo comprobado, además, que es un método infalible cuando no estoy inspirado. Esta historia que te he contado, de hecho, se me ocurrió dando un paseo allende los límites de mi municipio (pero esto, por favor, no se lo digas a nadie). También me sirve para desfogar, y bien sabes que estos días he tenido que desfogar bastante.

¿Sabes una cosa, R.? Cuando alguien me pregunta si hago deporte yo, la mirada al suelo, le respondo que camino rapidito.

Con la esperanza de que esta misiva tenga respuesta,

A.

El compay Nacho ha respondido aquí.

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